Rafael Sevilla, oficial realista que llegó en la expedición de Pablo Morillo de 1815, dejó escritos sus recuerdos sobre la guerra contra los insurgentes en América. Los tituló Memorias de un oficial del ejército español. Campañas contra Bolívar y los separatistas de América.

En uno de sus capítulos narró cómo sobrevivieron a la Batalla de Mucuritas, que según la historiografía venezolana ocurrió el 28 de enero de 1817, pero que Sevilla recuerda el 2 de febrero de ese año.

Memorias de un oficial del ejército español. Campañas contra Bolívar y los separatistas de América.
Memorias de un oficial del ejército español. Campañas contra Bolívar y los separatistas de América.

En ella, los lanceros patriotas, bajo el mando de José Antonio Páez, hostilizaron a las tropas realistas, con Miguel de la Torre al mando.  

Te dejamos aquí el link de las memorias de Rafael Sevilla.

“Capítulo XII

Marcha por tierra y agua. Combate de Mucuritas.

Hecho Latorre cargo de la división, emprendimos la marcha el día 1 de febrero, después de cuarenta horas de descanso. Pernoctamos en Hato-frío.

Al rayar el alba supimos que íbamos a combatir con la terrible caballería del general Páez. Diose orden a los soldados de que cortasen varias balas en postas, para aprovechar mejor los tiros contra los caballos enemigos. Proseguimos muy temprano, encontrándonos a las siete de la mañana en el sitio de las Mucuritas, que es una extensísima sabana en que la yerba seca nos daba al pecho.

José Antonio Páez. Ilustración de Antonio Bosch Penalva
José Antonio Páez. Ilustración de Antonio Bosch Penalva

Apenas habíamos formado cuando vimos a lo lejos un bosque de lanzas que se nos venía encima a galope tendido. Era Páez con cuatro mil caballos montados por los mejores y más osados jinetes del mundo.

Nos atacaron por escuadrones; doblamos de cuatro en fondo; los recibimos con fuego nutrido, logrando rechazar su primera acometida. Al retirarse los siguió el brigadier Latorre con algunos húsares y caballería del país para observarlos, disponiendo de antemano que formásemos el cuadro.

En efecto, a los pocos momentos regresó el brigadier con los suyos a brida suelta, perseguido y envuelto entre los escuadrones de Páez; Latorre, siempre corriendo, hacíanos señas con el sombrero para que nos preparásemos.

Páez, con sus insignias y ancho sombrero de paja, venía al frente de sus cuatro mil lanceros, cuyo ímpetu parecía irresistible. Por mi parte, lo confieso, al ver sobre nosotros aquel desencadenado torrente, creí que era llegada mi última hora.

Miguel de la Torre
Miguel de la Torre

Apenas podíamos hacer fuego sin herir a los nuestros cuando lo rompimos destructor. Nadie flaqueó en aquel momento terrible. Cada uno de nuestros reclutas y veteranos comprendía que le iba la vida en la contienda, y todos menudeaban sus disparos con una serenidad imponente.

Las postas hicieron su efecto en aquellas masas: no eran balas, eran granizadas de plomo las que nosotros arrojábamos sobre los insurgentes. Así es que los abrasamos, los destrozamos materialmente, sembrando entre ellos la muerte y la mutilación. En aquel remolino sucumbieron varios húsares nuestros que no habían podido separarse del enemigo.

Los rebeldes retrocedieron.

Varias veces repitieron sus cargas, pero sin conseguir otra cosa que aumentar el número de cadáveres que teníamos al frente. Nos rodeaban, nos acometían a la vez por los cuatro frentes; pero no lograron destruir nuestra formación. Entonces se alejaron fuera del alcance de nuestros fusiles. Muchos de ellos echaron pie a tierra, formando un vasto círculo en derredor.

En seguida vimos alzarse humo de todas partes. Estábamos perdidos. Habían dado fuego a la yerba seca, y ahora teníamos que pelear, no ya con los hombres, sino con las llamas.

Realistas huyendo del fuego en Mucuritas. Ilustración de Antonio Bosch Penalva
Realistas huyendo del fuego en Mucuritas. Ilustración de Antonio Bosch Penalva

Todos palidecimos a la vista del voraz incendio, que se alzaba rugiente y amenazador. El pasto ardía como yesca. Maniobrar era imposible allí, pues al cambiar de formación nos hubieran hecho pedazos. El viento fuerte que soplaba atizaba la inmensa hoguera, que avanzaba de todas partes con rapidez vertiginosa.

Detrás de las cenizas que iba dejando el fuego marchaban lentamente los insurgentes para ayudar a completar la obra de aquel elemento pasando a cuchillo a todo el que escapase de las llamas. Ya el viento arrojaba ardientes chispas sobre nosotros; ya aquella atmósfera, que parecía salir del infierno, dificultaba nuestra respiración; ya llegaban a nuestros oídos las siniestras carcajadas de nuestros enemigos, satisfechos de su diabólica victoria.

En aquella situación, sin movernos de nuestros puestos, todos volvíamos la vista a nuestro general, que, a caballo en medio del cuadro, escudriñaba con su mirada el horizonte, a ver si encontraba un camino de salvación.

Lanceros contra realistas. Ilustración de Antonio Bosch Penalva
Lanceros contra realistas. Ilustración de Antonio Bosch Penalva

— ¡Nos dejará morir asados sin movernos! — murmuraban los soldados, ya medio asfixiados.

Por fin D. Miguel de Latorre, con voz entera y varonil, que nos consoló algún tanto en medio de aquella angustia, mandó que avanzásemos, sin descomponer el cuadro, sobre la retaguardia, donde había creído ver un terreno limpio y pantanoso. Por aquel lado, como por todos, estaban avanzando las llamas.

Emprendimos, no obstante, el movimiento saltando por encima de ellas, no sin que hiciesen explosión varias cartucheras, quemando a no pocos soldados. El Sr. Latorre no se había equivocado: allí había un espacio incombustible. Rebasamos la línea de fuego, no sin pagar oneroso tributo a la muerte.

Cuando el enemigo vio que nos habíamos escapado del lazo traidor que nos había tendido, aquella masa de fieras dejó escapar un prolongado aullido de cólera y se lanzó sobre nosotros con tanta ferocidad como lo hubieran hecho los tigres del desierto. Ya no hacían caso de nuestros fuegos; algunos restos de sus mutilados escuadrones arrebataban nuestras murallas de carne humana y se metían dentro del cuadro, llevando los jinetes escondida la cabeza a lo largo del cuello de sus caballos y sus lanzas tendidas.

Realistas. Ilustración de Antonio Bosch Penalva
Realistas. Ilustración de Antonio Bosch Penalva

Pero nuestros soldados se unían cerrando los claros, y cuantos penetraron, otros tantos fueron degollados sin piedad.

La lucha duró hasta las dos de la tarde del para nosotros memorable 2 de febrero. A esta hora, deshechos, impotentes, emprendieron la retirada con su general Páez a la cabeza. Nosotros los perseguimos un buen trecho, causándoles algunas bajas nuestra escasa caballería.

Acampamos en el mismo sitio de la acción, donde hicimos el rancho. A media noche partimos, y el 3 nos reunimos con el general en jefe, quien mandó a reconocer el campo de batalla. El enemigo se había situado en la isla de Achaguas.

Pernoctamos en el pueblo de Chozas, donde trató Páez de sorprendernos entrando por las calles con gran golpe de caballería; pero a los disparos que hicimos desde las casas, huyó a galope sin detenerse un punto.

Capitán Rafael Sevilla
Capitán Rafael Sevilla

Allí situó Morillo su cuartel general, distribuyendo sus tropas como juzgó más conveniente. A mí me tocó regresar a Nutrias con 200 caballos, mi batallón y el de Numancia, en cuyo pueblo después de una marcha de cincuenta leguas, nos encontramos con el brigadier Correa, quien mandó mi batallón a Barinas, adonde llegamos el 13.

Ocho días después de permanecer allí, recibimos orden de volver a Nutrias, desde cuyo pueblo marchó Cachirí a San Fernando, quedando yo hecho cargo de los almacenes, enfermos y rezagados. Híceme amigo de un capitán llamado Argüelles, un calavera que me hizo salir de mis casillas, pasando las noches en bailecitos y otras reuniones y los días durmiendo.

Pronto tuve a mi disposición 37 piraguas y canoas y 259 convalecientes, para conducirlos a San Fernando por el río. Cuando ya me preparaba a emprender tan difícil viaje, se me presentaron multitud de mujeres y niños que venían huyendo de Apurito, donde los insurgentes habían degollado a muchos y amenazaban sitiarme a mí.

Planté un esmeril o trabuco en la popa de mi piragua, hice que la mitad de la gente permaneciese formada y suspendí el viaje”.

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